Monday, September 05, 2005

La plaça de les Olles


El primer sitio en donde me sentí reencontrado con Barcelona, fue en la Plaça de les Olles, o de las ollas, en pleno barrio del Borne. Se podría decir que a ratos, es un verdadero rinconcito de tranquilidad en medio de la agitación propia de este barrio que esta tan de moda y que resulta tan cómodo por su cercanía con la playa y el Correo.

En una esquina de la plaza, destaca la tienda que vende “Redes, Arreos de pesca e Hilos”, antiguo comercio que nos permite recordar que estamos en un barrio junto al viejo puerto de Barcelona, que con su aire de navegantes de antaño, nos hace pensar en aquellos que salieron, precisamente, desde éstas calles, a conquistar un mundo nuevo: el nuestro.

Pero lo que más llama la atención en esta pequeña plaza con aires de Campo veneciano, son sus cafés: el “Café de la Ribera”, “La Catalana”, la “Casa Albert” y el casi diminuto, “Cal Pep”. Cafecitos que con sus mesas al aire libre, ocupan todo el espacio disponible, mezclándose en el paisaje urbano y porteño con dos o tres tiendas de ropa de diseño, moderna y costosa, que le dan un aire cosmopolita, de todo el gusto del viajero curioso, que después de pasar por callejuelas siempre oscuras y mal olientes que parecieran sin destino, llegan a este rincón de la ciudad.

Frente a mí pasan dos chicas tomadas de la mano, son jóvenes y de espíritu risueño. Sus rostros me hacen pensar que son centroamericanas o mexicanas: unas jovencitas del estado de Chiapas. Pero aquí van vestidas con ropas modernas y con peinados a la moda, muy ad-hoc con los estándares de esta Barcelona liberal y con ademanes de capital que dejaron las Olimpiadas del 92. Una de ellas se siente observada, me mira y sonríe, como diciéndome: ¡si, me gusta, con ella soy feliz!.

A una cuadra de esta plaza, en un edificio viejo y herrumbroso de una callejuela estrecha, vivía mi querida Josefina ¿qué será de ella?. ¡Mi Chile querido!, me decía siempre que nos encontrábamos por las calles del barrio, saludando mis mejillas con sus besos fuertes y apasionados. La alegría de vivir y sus 22 tiernos años se le salían por los poros de su piel blanca y joven, haciendo que todo lo que tocaba pareciera más brillante, con mas luz. Quizás porque se contagiaban del brillo de sus ojos negros, herencia de sus tierras de Misiones, en el norte de Argentina, quizás porque en esa época yo andaba mas clarito, quien sabe.

Ese día decidí ir a buscarla, no sé, salir por ahí y averiguar algo. Recorrer las mismas calles, los mismos bares de hace 7 años. Esa noche salí, pero no encontré ni averigüe ni supe nada. Todo ha cambiado tanto en Barcelona que me confundo y no sé si son las mismas calles, esas que llevan los mismos nombres.

Porque pese a estar en la misma ubicación geográfica, las calles y sus comercios y sus bares y sus clubes y sus dilers, han cambiado.

Anda tanta, pero tanta gente por la calle durante las 24 horas del día, que ya no se respira ese aire de pueblo que a veces sentí y que a finales de los 90 seguía teniendo la ciudad. Se siente todo tan saturado, sucio y desgarrado, que no dan muchas ganas de caminar y deambular hasta encontrar un bar perdido por ahí.

Después de unas semanas, he pensado que esa sensación fue solo un espejo de mis propios cambios. De mi alejamiento lento pero seguro de los ideales de juventud. De mi pérdida de nobleza y de fe en los otros.

En esos otros que no conozco y que me hacen recordar que aun cuando los llegue a conocer, siempre te van a cagar, tarde o temprano te van a cagar. Y la mayor parte del tiempo ni te vas a enterar.

¡Por suerte!, sino es de imaginar la depresión.

En fin, que la ciudad ha cambiado, que yo he cambiado, que el mundo ha cambiado, ¿y qué?

Que no pasa nada tío y que la vida sigue su rumbo, lento pero seguro, tranquilo por las piedras y con algo de fe bien guardada en esos bolsillos a los que nadie puede llegar.

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